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Juntos ante vosotros, separados entre nosostros.

Sin el amor que encanta,
la soledad de un ermitaño espanta.
¡Pero es más espantosa todavía
la soledad de dos en compañía!

Ramon de Campoamor.

Vivimos en uno de los países que más apuesta por el divorcio ante los conflictos o el deterioro del matrimonio. Parece que es la pareja el vínculo más frágil, más vulnerable. Los hijos siempre serán hijos, los padres nunca dejarán de serlo y lo mismo pasa con los hermanos. Incluso en caso de una brecha en el diálogo, el vínculo sigue existiendo, no se concibe el término de “ex-hijos” o “ex-padres”. Pero la pareja, esos dos individuos que aparentemente se unen por amor, parece ser más sensible a diversos factores que en ocasiones producen el final de la relación.

La pregunta que se hacen todos es “¿por qué se rompen las parejas?”. Seria ingenuo tratar de contestar a esta pregunta con una sola respuesta. Algunos dicen que se acabo el amor, o que ya no sienten lo mismo. Otros hablan de diferencias insuperables que cada vez eran más notorias. La tendencia natural es buscar un culpable, quizá en un intento de entender, de comprender porque nos ha tocado a nosotros.

Nadie se acuesta enamorado y a la mañana siguiente decide romper con su pareja. El divorcio no se limita al momento en el que se firman los papeles. Antes de llegar a ese punto ha habido muchas pequeñas rupturas que han ido deshaciendo la unión que la pareja se profesaba. Se dice que antes de la separación física existe una emocional.

Dos individuos pueden estar aparentemente “juntos”, compartiendo la misma habitación, pero vivir muy lejos el uno del otro. Las pequeñas decepciones, los resentimientos y el miedo fueron ahogando la admiración que se sentía hacia la pareja y finalmente todo son reproches y quejas.

Parece que el declive de una relación fuese una norma general, que casi es mejor estar preparado y “hacer separación de bienes” porque nunca se sabe a quien le puede tocar. Todos conocemos el caso de alguna pareja, que parecían llevarse de maravilla y un buen día se separan.

El divorcio no es cuestión de suerte, no es que te toca sin más. Hay que destacar que una relación de pareja es ante todo dinámica, algo susceptible de cambios, un espacio donde dar y recibir. Es en este sentido, dónde cabe hablar del amor como una construcción, como el resultado de un trabajo en equipo.

Es importante resaltar que los conflictos no son la causa que pone fin a una relación.
Es más bien la forma de resolver esos conflictos lo que determinará el rumbo de la pareja.

Diferencias de género:

Al tratar con parejas, los psicólogos vemos cómo se repiten ciertos patrones conductuales que delatan ciertas diferencias entre hombres y mujeres.

La tendencia masculina es, si se cree que existe la posibilidad, tratar de resolver el conflicto. Pero si no se sabe cómo hacerlo, sobre todo cuando uno cree que ya lo ha intentado, se enfocará en otras actividades, en otras cosas que sí puede resolver o dónde sí se valora su aportación.

Las mujeres, abanderadas en el poder del diálogo para la resolución de conflictos, procuran hablar con la pareja hasta sentirse aliviadas. La frustración femenina viene cuando no observan en su pareja el deseo o la necesidad de hablar, o peor aun, cuando no existe tal disposición. La tendencia es exigir, exigir colaboración tal y cómo ellas la darían.

Y es en este punto dónde se producen muchas fricciones. La mujer exige y el hombre se vuelve más reservado. Ella interpreta como un desprecio o desvalorización hacia su persona y hacia la relación la actitud de su pareja. Él se siente injustamente tratado y poco valorado y se distancia de ella. Y ante esa distancia ella siente más dolor y es cuando lo expresa en forma de reproches o de nuevos intentos de comunicación.

Cómo dice el psicólogo americano John Gray, es necesario pararse a pensar en las diferencias de género para entender gran parte del comportamiento de nuestra pareja.

Hay dos cosas a tener en cuenta a la hora de interactuar en pareja.

En primer lugar está la aceptación. Aceptar las diferencias y aceptar a la persona en el punto en el que se encuentra. Es decir, reconocer y no rechazar.

En segundo lugar, la comprensión, nunca al revés, pues no se puede comprender algo que se rechaza. La comprensión se produce desde la perspectiva del otro, no desde lo que nosotros creemos que debería hacer.

Sólo entonces nos podremos comprometer al cambio, a la voluntad, a la determinación. Y quizá las diferencias, vistas como complementos, ya no sean puntos de separación sino de apoyo para una unión más completa.